Vida y obra como defensora del Estado

Hace unos meses asistí a un evento de la Comunidad Jurídica de Defensa del Estado y escuché unas palabras que me impactaron sobremanera: El reconocido Dr. Ramiro Bejarano mencionó varias veces en su corta intervención que los mejores defensores del Estado eran sus propios abogados! Entiendo y asumo que esa afirmación fue bienintencionada y que pretendía servirles de motivación a los asistentes para que emprendieran o continuaran la difícil y, a veces, ingrata empresa de la defensa de las entidades públicas.

 

El impacto que se produjo en mí obedeció no sólo a mi actual condición de abogada externa de una entidad estatal del orden nacional (los contratistas éramos en dicho auditorio una minoría), sino también por las interpretaciones o generalizaciones a que esa afirmación podría dar lugar: Entre otras, que solo los abogados internos o vinculados permanentemente a una entidad del Estado son los mejores defensores judiciales, excluyendo de tajo a los externos como yo; o que los primeros son lo suficientemente preparados para asumir la defensa del Estado, mientras que los abogados externos no lo somos; o que su compromiso es mayor que el de estos últimos.

 

Sin proponérmelo, vino a mi memoria la época en la que simultáneamente fuí abogada externa de otras entidades públicas, entre ellas, una muy importante del orden nacional. Recuerdo las extenuantes jornadas de trabajo, así como la inmensa cantidad de procesos judiciales que debía atender en representación de esa entidad en todo el país, de carácter contencioso administrativo, constitucional, civil y laboral. Por supuesto que tenía un equipo de trabajo a mi cargo y recibía unos dignos honorarios, pero como contratista, yo era la única persona responsable de la conducción de dichos procesos, de su vigilancia, y de que no se vencieran los términos judiciales, además de ejercer una defensa jurídica de buena calidad.

 

Un lector desprevenido puede considerar esas responsabilidades como obvias y por supuesto lo son. Sin embargo, debo describirle el contexto: En ese tiempo no se había implantado la tecnología necesaria y suficiente para vigilar los procesos judiciales. Ni siquiera se encontraba en funcionamiento la página web de la rama judicial, y sus funcionarios, especialmente los de provincia, prácticamente no conocían la ley de comercio electrónico que permitía enviar memoriales a través de fax, un medio de comunicación que hoy ya es prácticamente obsoleto. Algunos despachos judiciales, ni siquiera tenían fax! Tampoco contemplaban la posibilidad de envío por correo electrónico, que apenas comenzaba a ser popular entre los abogados más jóvenes. Como los términos judiciales eran muy cortos, especialmente en las acciones de tutela, en las que muchas veces solo me concedieron 24 horas para contestar la demanda, debía comenzar por convencer telefónicamente al secretario del juzgado o tribunal respectivo que era válida esa forma de presentación, seguido de mi promesa de enviarle por correo físico algunos rollos de papel de fax que, por supuesto, compré y les remití de mi bolsillo. El mismo lector debe estar pensando que mi relato es historia patria, pero debo aclararle que esos hechos sucedieron hace varios, pero no tantos años, lo cual da cuenta de la gran innovación tecnológica que ha tenido nuestro país y el ejercicio del Derecho en los últimos tiempos.

 

Fue un período de muchas afugias, enormes satisfacciones (registré un porcentaje de éxito cercano al 98%) y también decepciones: Cuando iba a finalizar mi tercer año de contrato de prestación de servicios, devolví  una acta de liquidación que la entidad me había enviado para mi firma, en la cual yo la declaraba a paz y salvo por todo concepto. Decidí no hacerlo porque durante el año inmediatamente anterior había recibido casi tres veces el número de procesos para el que había sido contratada. En dicha carta proponía una conciliación, la cual fue inmediatamente rechazada por el interventor de mi contrato quien, además, prácticamente me echó de su oficina, decidió no renovar mi contrato para el año siguiente, no autorizar el pago del último contado de honorarios (éste lo recibí dos años después sin intereses) y no volver a recibir ninguna persona o comunicación proveniente de mi oficina particular. Faltó que me declarara persona no grata! Y todo, por haber tenido la osadía de plantear, como respetuosamente lo hice, un desequilibrio económico del contrato del 142%.

 

Sin el dolor emocional que me causó ese nefasto desenlace, mi relato es hoy solamente una anécdota. Y la historia de un proceso judicial que no planeaba iniciar y que hace poco terminó en mi contra por la «falta de una prueba» que obraba desde el comienzo en el expediente pero que nadie vio. Tampoco la vieron en la acción de tutela que presenté contra el fallo, ni en el recurso extraordinario de revisión que interpuse! Error judicial?

 

Sin embargo, esa experiencia como contratista del Estado me enriqueció mucho desde el punto de vista profesional y personal. Sin duda, esa entidad ha sido y será mi cliente más importante. Me dejó grandes aprendizajes, no solamente jurídicos, sino de carácter personal. Por ejemplo, que no hace falta hacerse cargo de la totalidad de los procesos en contra de una entidad estatal, sino de un número razonable de ellos que puedan adelantarse responsable y exitosamente. Tampoco asumir un trabajo adicional al contratado, aun cuando la motivación sea la responsabilidad o la ética profesional, como lo fue en mi caso. Siendo la única encargada de los procesos judiciales, ingenuamente consideré que debía atenderlos todos, así desbordara el cupo rotativo pactado en mi contrato de prestación de servicios.

 

Y a propósito del número de procesos que un abogado es capaz de adelantar, he tenido conocimiento de que algunos abogados internos (servidores públicos o contratistas con horario y subordinación) tienen a su cargo cantidades absurdas de procesos judiciales, como 400, 500 o más. En esas condiciones, considero que ninguna defensa del Estado puede ser mejor (la externa o la interna); ni siquiera puede llegar a niveles aceptables.

 

Adicionalmente, considero  que la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado juega un importante rol. Esta entidad debería llevar una estadística precisa del número de casos que atiende cada uno de los apoderados judiciales de la Nación, si es que aún no lo ha hecho, y formular una política seria y, sobre todo, justa sobre el particular. No se puede desconocer que existe temeridad en una gran cantidad de demandas, pero tampoco que una buena defensa del Estado debe provenir de buenos, preparados y comprometidos abogados, con suficientes y eficientes recursos para prepararla, entre ellos, el tiempo.

 

En mi caso, ese número llegó a más de 600 procesos judiciales, pero además de mí, había un equipo de 2 abogados exclusivos y de tiempo completo para ese contrato, una secretaria, varios computadores, líneas telefónicas, impresoras y subcontratistas encargados de la vigilancia judicial; en fin, tenía una infraestructura pequeña pero organizada que puse al servicio de la entidad contratante y, aún así, en ocasiones fue insuficiente: Recuerdo que durante una Semana Santa, siete abogados trabajamos en la preparación de 17 memoriales que debíamos presentar entre el lunes y martes siguientes.

 

Con esa experiencia que acabo de compartir y que en dicho evento vino a mi memoria, respetuosamente debo cuestionar la frase del Dr. Bejarano. No creo que el carácter de abogado interno o externo sea el determinante en una «buena» o «mejor» defensa del Estado; en cambio, sí lo son el conocimiento jurídico, la experiencia, la ética y, sobre todo, el compromiso que cada apoderado judicial asuma frente a su entidad, no importa que sea su patrono, o solo su contratante.

 

Un abogado, sin importar que sea empleado o contratista, que reúna dichas características y se desempeñe como defensor judicial del Estado, merece un decidido apoyo tanto de la entidad pública respectiva, como de la ANDJE. Sin duda, esto redundará en un mejoramiento continuo de esta noble, compleja y a veces ingrata actividad.